Ruta del Cementerio de Montjuïc: una selección especial entre tumbas y panteones
El Cementerio de Montjuïc no es solo un lugar para despedirse: es una ciudad dentro de la ciudad, donde la memoria se convierte en paisaje, escultura y arquitectura. Inaugurado en 1883 como cementerio-jardín, fue diseñado por Leandre Albareda tras estudiar modelos europeos, y levanta sobre la ladera de la montaña un “micromundo” ordenado, jerárquico y cargado de símbolos.
Desde Entrespacios hemos preparado una ruta del Cementerio de Montjuïc con una selección especial de sus tumbas y panteones más hermosos e interesantes (y siendo sinceros, también las que salen en Google Maps para que cada quien trace su propio recorrido). Es un itinerario que mezcla historia, arquitectura funeraria y arte —pensado para quienes disfrutan del necroturismo sin prisas, ni nombres célebres, sino de obras que cuentan cómo Barcelona ha entendido la muerte, la despedida y el recuerdo.




Cementeri de Montjuïc: un museo al aire libre
Antes de adentrarnos en las tumbas más emblemáticas del Cementiri de Montjuïc, vale la pena conocer brevemente el origen de este enorme camposanto, hoy convertido en un auténtico museo al aire libre.
Inaugurado en 1883, el Cementerio de Montjuïc fue concebido como respuesta a las nuevas ideas higienistas del siglo XIX: los cementerios debían alejarse del centro urbano y gestionarse públicamente. Su diseño estuvo a cargo de Leandro Albareda, quien organizó el recinto siguiendo una jerarquía muy marcada: desde los mausoleos monumentales de las familias burguesas, situados en puntos destacados, hasta los nichos más sencillos de las clases trabajadoras.
Montjuïc no solo reúne a personajes ilustres de la ciudad: es también una crónica de su evolución social, económica y cultural. Un lugar donde la arquitectura, el arte funerario y la memoria colectiva se encuentran entre cipreses, calles tranquilas y vistas al mar. Un imprescindible para entender Barcelona desde otra perspectiva: la de sus silencios.
Comenzamos con un ejemplo perfecto de escultura funeraria realista. La tumba de Jaume Farreras, médico y catedrático de anatomía, está dominada por una escultura que lo muestra tendido, vestido con toga académica, en actitud de reposo eterno. La obra es de Rossend Nobas, reconocido escultor del siglo XIX, que aquí combina precisión anatómica, serenidad y simbolismo. Esta tumba no solo señala el final de una vida; también perpetúa la identidad del fallecido. Es la huella que deja un profesor en mármol. Como decían los romanos: “Lo que se recuerda, no muere.”
Excavado en la roca como una tumba egipcia, este panteón se hunde en la montaña como si buscara la eternidad a través del silencio. Sobre la puerta, un disco solar alado —símbolo del renacimiento— nos recibe rodeado de columnas con forma de papiro. Lo vigilan búhos esculpidos, criaturas nocturnas asociadas al misterio y a lo invisible. Josep Vilaseca, autor del Arco de Triunfo, lo proyectó con un lenguaje funerario poco habitual en Barcelona, con toques egipcios y líneas modernistas. Aunque el apellido resuene por la Casa Batlló, este panteón pertenece a otra rama familiar, igual de poderosa… y quizá más sobria.
Mariano Regordosa, industrial textil, descansa en uno de los panteones más monumentales del Cementiri de Montjuïc. Aunque los planos están firmados por Miquel Pascual i Tintorer, la mano de Francesc Berenguer —colaborador de Gaudí— se reconoce en los detalles modernistas: un sarcófago elevado presidido por un ángel que sostiene un libro, relieves florales en mármol y una estructura rodeada por gruesas cadenas e imponentes candelabros de forja. Las iniciales “R” y “P”, de Regordosa y Planas (su viuda), se repiten en la decoración como firma familiar. Una muestra clara de cómo la burguesía industrial de principios del siglo XX buscaba perpetuar su memoria en piedra, hierro… y altura.
Encargado mediante concurso por la familia de la Riva, este panteón es un ejemplo perfecto de neogótico tardío. Sus pináculos, relieves vegetales, figuras esculpidas y mármoles policromados elevan el conjunto a la categoría de capilla funeraria. La pieza más sorprendente está dentro: un ascensor, que permitía descender a la cripta familiar. Esta mezcla de técnica moderna y simbolismo medieval habla de una burguesía que quería trascender socialmente… incluso al morir.
Quizá el edificio más curioso de la ruta: una pirámide funeraria en plena ladera de Montjuïc. Con claras referencias al Antiguo Egipto, este panteón incorpora un disco solar alado, serpientes entrelazadas —símbolos de protección y eternidad— y una geometría perfecta que evidencia la fascinación del siglo XIX por lo faraónico. La moda egiptomaníaca, muy presente en la arquitectura funeraria de la época, encontró aquí una de sus expresiones más literales. De Pilar Soler sabemos poco, pero su tumba envía un mensaje rotundo: ni la muerte borra el deseo de grandeza.
Este panteón, encargado por Francesca Estrany para su marido, destaca por su equilibrio sereno y su voluntad de trascendencia. La escultura principal, de un joven Josep Llimona, anuncia el giro hacia el modernismo: una figura femenina inclinada, doliente pero contenida, que muestra la transición entre el academicismo y la emotividad expansiva que caracterizará su obra posterior. Un lugar donde reposan la historia científica de la Barcelona del XIX y los primeros pasos del modernismo escultórico.
Augusto Urrutia, indiano del cacao y dueño de grandes residencias modernistas, descansa bajo un monumental panteón clasicista. Columnas jónicas, mosaicos con frases bíblicas, relieves marmóreos y un ángel recostado sobre el sarcófago —casi desnudo, alas caídas— construyen una imagen poética y desoladora. La escultura original que coronaba el conjunto, una alegoría de la Fe, se perdió con el tiempo, pero lo que sigue ahí es la belleza arquitectónica… y un silencio lleno de dignidad.
Un hombre joven, semidesnudo, con un pico en la mano: cava su propia tumba. Así retrató Enric Clarasó —uno de los grandes escultores del modernismo— la sepultura de la familia Vial i Solsona. Esta obra es copia de la pieza que obtuvo premio en la Exposición Universal de París de 1902. La escena no usa metáforas: es la muerte mirándonos de frente, como un recordatorio inevitable… y honesto. Clarasó nos deja claro que incluso el arte funerario puede ser directo, sin alegorías celestiales, sin flores: solo el paso del tiempo.
Este panteón pertenece a la familia de Leandre Albareda, arquitecto del propio Cementerio de Montjuïc. Aquí se cumplen los principios que aplicó a todo el recinto: orden urbano burgués, arquitectura funeraria que dignifica, y un diálogo entre lo clásico y lo moderno. La tumba muestra elementos eclécticos, un gusto sobrio y una forma de entender que, incluso al morir, el arquitecto seguía firmando su obra.
10. Panteón de la Familia Amatller
Quizá el edificio más curioso de la ruta: una pirámide funeraria en plena ladera de Montjuïc. Con claras referencias al Antiguo Egipto, este panteón incorpora un disco solar alado, serpientes entrelazadas —símbolos de protección y eternidad— y una geometría perfecta que evidencia la fascinación del siglo XIX por lo faraónico. La moda egiptomaníaca, muy presente en la arquitectura funeraria de la época, encontró aquí una de sus expresiones más literales. De Pilar Soler sabemos poco, pero su tumba envía un mensaje rotundo: ni la muerte borra el deseo de grandeza.
Nicolau Juncosa fue comerciante de vinos, teniente de alcalde de Barcelona y diputado republicano. Encargó su tumba antes de morir y pidió que lo representaran tal cual era. El escultor utilizó una máscara mortuoria para capturar su gesto real. La pieza, titulada “La Solución…”, lo muestra sentado, pensativo, frente a un relieve industrial —su fábrica— como si la muerte resolviera lo que en vida no se pudo. Es la modernidad enfrentando su propia fragilidad, sin ornamentos.
Ildefons Cerdà —ingeniero y autor del Eixample— murió el 21 de agosto de 1876 en el balneario de Las Caldas de Besaya (Cantabria). Allí quedó enterrado y, durante casi un siglo, sus restos permanecieron lejos de Barcelona. En mayo de 1970, por iniciativa del Colegio de Arquitectos, fueron trasladados a la ciudad; al año siguiente se instaló en Montjuïc la tumba actual, de autor desconocido: una lápida de mármol blanco que reproduce en relieve su propio plan del Eixample, con manzanas y chaflanes, y su firma. No es un gran panteón, pero el gesto es elocuente: Barcelona acabó dándole un lugar y una imagen funeraria a la altura de su obra
El escritor más leído de la Barcelona contemporánea descansa aquí, en un nicho sencillo del cementerio, sin mausoleos ni esculturas. Carlos Ruiz Zafón, autor de “La sombra del viento”, dio vida literaria a la ciudad de los muertos en su saga del Cementerio de los Libros Olvidados… y ahora, en un giro poético del destino, forma parte real del paisaje de Montjuïc. Su tumba, discreta, se ha convertido en lugar de peregrinación lectora: flores, libros y notas se acumulan como homenaje íntimo.
Aquí coincide una generación que marcó la historia convulsa del siglo XX en España. Buenaventura Durruti, miliciano anarquista, cayó en Madrid en noviembre de 1936 defendiendo la ciudad. Francisco Ascaso, amigo suyo y también anarcosindicalista, murió en Barcelona en julio de aquel mismo año. Y junto a ellos se encuentra la figura de Francesc Ferrer i Guàrdia, pedagogo libertario ejecutado en 1909 por fundar la Escuela Moderna. En el Cementiri de Montjuïc, más que una simple sepultura, su memoria se agrupa en una zona que funciona como lugar simbólico de la memoria obrera y antiautoritaria. Una muerte que sigue interpelando, en un espacio donde el legado político se encuentra con el arte funerario y el recuerdo colectivo.
Para finalizar, nuestra última recomendación dentro del Cementiri de Montjuïc es visitar el Fossar de la Pedrera, un espacio imprescindible para comprender la memoria histórica de Barcelona.
Ubicado en una antigua cantera de la montaña, este lugar comenzó como fosa común para personas sin recursos o sin identificar. Sin embargo, durante la Guerra Civil y la represión franquista, se convirtió en sepultura colectiva de miles de víctimas: civiles bombardeados, represaliados, fusilados entre 1939 y 1952. Durante décadas permaneció invisibilizado, hasta que en 1985 fue convertido en un memorial.
Hoy, el Fossar de la Pedrera combina la sobriedad de un espacio abierto con elementos de altísimo valor simbólico: nombres grabados en piedra, zonas de recogimiento, esculturas conmemorativas y el monumento dedicado al presidente Lluís Companys, ejecutado en 1940. Es un lugar austero y conmovedor, donde la historia se percibe sin intermediarios.
Pisar este rincón de Montjuïc no es solo recordar a las víctimas: es reconocer la dignidad arrebatada y, con ella, nuestro compromiso con la memoria democrática. Un cierre necesario para una visita que, como la vida, combina arte, belleza… y el peso profundo de nuestra historia compartida.
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